Por Gregorio Vigil-Escalera Alonso ( Goyo)
De la Asociación Madrileña y española de Críticos de Arte
Marzo 12 de 2007
Una obra que por su espléndida plasticidad nos
roba la mirada y tensa nuestra imaginación.
Un habitáculo, una muralla, una fortaleza o un incluso una catedral que como un resplandor nos encontramos en un paisaje cósmico, crepuscular. Al adentrarnos, nos quedamos desolados ante el vértigo de lo que son sólo ruinas.
Unos antecedentes cifrados en la técnica y composición de un Max Ernst pero una visión que se nutre de su propia dimensión geográfica, de esa naturaleza llana y árida del altiplano con la versatilidad y la luz del trópico.
Pero al mismo tiempo es un destello para dibujar una arquitectura que emerge de la oscuridad, que sirve de faro aislado en ese páramo de negritud, y también de símbolo de lo que hemos construido y dejado morir.
Como toda obra, está inacabada, requiere ir esbozándola con trama agrietada, estructurándola para que se convierta en el muro inmenso de nuestra necrópolis. Sencillamente es un elemento funerario iluminado por un sol calcinante que nos castiga con las huellas de nuestra sangre (rojo) y la pérdida de nuestra fertilidad (verde) y la agonía en la oscuridad.
Gran talento para armonizar y ensamblar, así
como recrear espacios donde nunca se agota la mirada.
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