miércoles, 29 de febrero de 2012

Orlando Arias, claves del mundo andino



Comentario de: Francisco Proaño Arandi
Crítico de Arte
Quito, Ecuador 1987







         Orlando Arias Morales, joven pintor boliviano, afincado ahora en el Ecuador, presenta una exposición de acuarelas donde lo más significativo es el rescate del paisaje andino, de la atmósfera y la luz propia de estas altas mesetas, de estos valles crepusculares, y dentro de ellos, la aprehensión del gesto creativo del hombre, todo en una conjugación de elementos que vertebran, para la visión del artista, un solo tiempo, una sola realidad andina, tanto en sus motivaciones , bolivianas, cuanto en las ecuatorianas, retomadas estas últimas, acaso, con esa mayor hondura y receptividad que son dables encontrar en el viajero lúcido y acuciado de interrogantes.


 
 
 
         En una sucesión de tenues azules, sepias, grises, naranjas, penumbras rosas, Arias profundiza en el redescubrimiento de un paisaje que, no por ser conocido, deja de ser soñado y deseado, paisaje, a veces, el de la ciudad, anublado, luminosamente triste; otras, el del campo, extendido en precisas difuminaciones; enhebrados siempre, uno y otro ámbito, por una visión melancólica, entrañable, que viene del inconsciente y los recuerdos de la infancia, y que se enraiza acendradamente en la tierra.







         Cuando la motivación es la figura humana, ésta aparece sola, enmarcada apenas por un fondo de seres difuminados: una torsión y un coro casi, que nos llevan a pensar en esa otra realidad que aguarda más allá del dato figurativo y que nos introduce, en secretas anécdotas, cuando en una dimensión arcana, plenamente existencial






         Como leiv motiv, el pintor reitera su mirada en el hombre más representativo –trabajadores, campesinos, explotados-, es una suerte de costumbrismo transfigurado por el manejo y la asunción de la problemática sin concesiones. Los gestos entrevistos son, entonces, los esenciales, los necesarios para remitirnos al mundo verdadero en que luchan, se debaten y mueren los hombres. Allí, los tonos se vuelven fuertes, casi violentos, sin contradecir la estructura general de la obra: esa soterrada melancolía, la difuminación significante y simbólica.






         Otras veces, el artista se detiene, ya no en el hombre, sino en su impronta, en eso humanizado que delata su presencia, o su tragedia. Son reconocibles los síntomas: una ventana envejecida, un corredor desvencijado, una puerta sola y estricta, en el confín de algún patio, vegetaciones marchitas, lajas y piedras que nos hablan de pasos y trajines, de años y de agua, paredes desconchadas, techos hollados por el tiempo, claves todas de un deterioro, de algo que empieza a irse y, sin embargo, permanece, o que inicia un imperceptible movimiento de cambio: el universo total del hombre andino.







         Para llegar a este dominio de la acuarela, género urgente, Arias ha sobrellevado un largo camino, que va desde el abstraccionismo al neofigurativismo, de la descomposición crítica de la realidad a la recomposición del universo y la propia cosmovisión , en un juego de atrapamiento de claves y significados.






         El resultado es un proceso donde lo más entrañable para el pintor, que es suyo y es nuestro, queda reconocido en su representatividad: la atmósfera, la luz, la espera, todo eso que en estas latitudes atormentadas se incuba en alguna parte, que aguarda su momento más allá de la soledad y la muerte










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