lunes, 12 de marzo de 2012

Ancestro y contemporáneo


Comentario de Federico Villegas Barrientos
Poeta, escritor y crítico de arte
Medellín, Colombia 1997






         Escribimos en un pasado reciente, entre otras cosas, que este pintor era un guerrillero de estrellas en la soledad del caballete disparando colores.

         Concepto semi poético en el cual no puedo quedarme ya que su obra es honda y compleja. En sus principios, en su tierra natal Potosí Bolivia, muy niño ya mostraba su paisaje natal, retrato de caserío, de construcciones viejas que se agrupaban una con otra recostadas con melancolía de adobes desnudos y rizados techos con el barro de las tejas quemado por el sol y el tiempo, formando un paisaje de soledad y de pobreza tristemente hermoso, dentro de un color, esa sangre del adobe gastado por el viento y las lluvias.







         Logros apenas de un poeta de la plástica como Orlando Arias (que a pesar del tiempo, los conocimientos, la cultura adquirida y todos los ismos por los que ha pasado en esta época de grandes vivencias abstractas) siguen teniendo vigencia en los románticos.

         Hoy es un medio antioqueño este pintor de pocas palabras y de muchos colores.

         Para mí es una satisfacción y un orgullo lleno de luces el compartir este libro donde Orlando no ilustra los poemas, porque nos ilustra a todos. Vamos de la mano como dos hermanos de la poesía. El de la plástica y yo de la palabra, unidos y para siempre.





 
         En la mayoría de estos trabajos de Orlando de estilo figurativo están las raíces de una raza aborigen que orgullosamente ostenta y no esconde como lo hacen la mayoría de los criollos que a la sombra y con maquillaje vanidoso, reniegan de los principios quedándose en el limbo de la mediocridad.

         Que bueno fuera que se detuvieran en la obra de este pintor, en los rostros de piedra de los indígenas que nos miran con sus pequeñas tumbas de dolor indio, que parecen tallados por el cincel apocalíptico de un fantasma que reclama el paisaje que le arrancaron a su raza los fariseos, aventureros del becerro de oro.





         Los rostros de los indígenas creados por Orlando, llevan un silencio milenario que acusan en un grito interior de roca, donde la melancolía habla el lenguaje ofendido y maltratado en todas las formas por los advenedizos que asaltaron una raza llena de armonía.

         Los indios no eran terratenientes, eran dueños de la Sabiduría de la flora y del paisaje al cual se integraban naturalmente como corren los ríos por las llanuras, raza sabia en la botánica y en la medicina natural, desnudos, sin la invención de moralismos que arrojan pingues dividendos bajo los campanazos que asustan las palomas.





          Lo anterior y más lo entiende la sensibilidad de este artista que nos muestra en sus últimas creaciones un semicubismo que asombra. (Y que no es la manera ni el deseo del pintor por minimizar al hombre). En esencia, todo artista auténtico es testamentario de lo presente, es el historiador, o mejor el notario del espectáculo que se vive y que dictan los acontecimientos.








         El hombre de hoy, muy a pesar del pintor que quisiera plasmarlo con las dimensiones positivas del ser humanista, es todo lo contrario, está derrumbado, atraído por el oro que lo encandila y lo emborracha de frivolidades, le hace perder el equilibrio y lo convierte en robot o computador, lleno de fichas y de fechas, lejos del calor y del aliento humano... Convertido pues en una caja o saco vacío, en un tubo o cilindro, túnel sin salida en forma de humanoide como lo representa Orlando: Chatarras que apenas muestran lo poético en pajaritos de metal. Manos de pinzas, cabezas de tenazas, frío formato de la materia inerte, sin dolor, sin grito ni desesperanza, como la lápida o el metal que tienen la indiferencia de una soledad de espaldas a la vida.





         Estos artefactos de Orlando, bella y estéticamente alineados sobre un tablero de colores, muchas veces sepia como la tierra limpia, hacen un conjunto estético y armónico nunca igualado en la pintura de la época.

         Semejan fantasías de un genial y ebrio escritor de ciencia- ficción narrando historias de extraterrestres.
Este estilo último que nos muestra el pintor Arias, es el primero. Y no he visto nunca en otro artista de la plástica, quien entregue la factura de los colores y la línea tan serenamente con la sutileza y la luz llenos de una placidez simple que resiste el tenerlos frente sin ninguna mortificación, sin cansancio que de pronto la monotonía nos embargue viendo aprisionadas las formas fotográficas y sin ningún misterio.





          La maravillosa obra estética de este pintor que apenas en la madurez de su periclo nos entrega los colores, la forma, la luz, la línea, lejos del morbo y de la orgía empalagosa de colores que utilizan los necios.

         Las obras nos la entrega Orlando bajo la atmósfera del asombro conjugando en sí algo que se enmarca y se cuelga en los muros para que permanezca eternamente como el espejo que refleja el alma de un artista que pasó por estas tierras y nos dejó la huella de un Hombre: ORLANDO ARIAS MORALES que nació en Potosí Bolivia.




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