Por
Reinaldo Spitaletta
Domingo, Noviembre 30 de 1997
Medellín, Colombia
EL PINTOR boliviano Orlando Arias, residente desde hace nueve años en Medellín, intenta plasmar en sus obras las angustias contemporáneas, la esclavización del hombre por la máquina, y la poesía de las formas y el color. Presentamos un perfil del artista y una muestra de su estilo
Quizá el drama de este pintor
radica en la oscilación entre el figurativismo y la abstracción. O puede, más
bien, que sea ésa su virtud. El caso es que al observar alguna de sus obras, se
adivina en ella poesía. Y dolor. Y un grito. Una suerte de protesta contra la
mecanización del hombre. Una reivindicación de la sensibilidad.
"La pintura ayuda a
sensibilizar, a tener contactos con lo inexplicable", declara el boliviano
Orlando Arias Morales, un tipo que salta de la acuarela al acrílico, pasando
por el óleo, y siente que, en ocasiones, alguien indeterminado guía su pincel.
Observar
ciertas obras suyas es una experiencia que extraña riesgos: el de estar frente
a preguntas en torno a la robotizacion humana; el de ser atraído con fuerza
metafísica por explosiones de color; el de nadar en una nebulosa, extraviado.
Cosas del arte.
"No me
dejo arrastrar por la rutina. Trato de no mecanizarme. Paso de un estilo a
otro, pero siendo yo mismo. El hombre contemporáneo está robotizado. Nos
quieren volver máquinas, todo parece producido en serie. El pintor tiene que
plasmar esa tragedia", dice, en medio de sus cuadros, que ascienden hasta
el techo de su casa, en San Javier.
Nació un
diciembre de hace 43 años, en Potosí; se crió en Cochabamba, donde sus padres
pensaron que podría ser inventor. Era bueno para matemáticas y física, pero
también para pintar. No terminó ingeniería civil, ni economía, porque los lienzos
ganaron la batalla. El arte lo sedujo, y a él se dedicó, sin remedio.
Y no
resistió la academia de pintura, porque él iba más rápido. Por eso es
autodidacto. "La vida es una escuela", afirma, mientras recuerda que,
primero, quiso ir a Argentina, pero lo atrajo más el norte. Ecuador, Colombia
como estaciones hacia México, donde no ha llegado aún. "Y tal vez, ya no
vaya, porque quiero ir a Europa y Estados Unidos con mi obra".
Medellín lo
sedujo, porque, de entrada, le dijeron que aquí gustaba mucho la acuarela. Y
porque aquí conoció a Myriam Paniagua, su mujer. Desde 1988, pinta en esta
ciudad de contrastes y sorpresas. Y alcanza a vivir de sus cuadros. "En lo
posible -dice- hay que vivir sólo para la pintura".
Para él,
admirador de Bacon y Van Gogh, el arte, que es dolor y pasión, también es
comunicación, el resultado de muchas cosas. Vivencia. "Es una lucha
interior. A veces siente uno que debe ir de tal forma, de tal color, y uno se
deja llevar de ese impulso, pero sin mecanizarse".
En la
pintura de Arias hay halos místicos y misteriosos. Busca trascender la
realidad, ir más allá de lo físico. "Hay momentos en que no preconcibo
nada. De pronto un brochazo, el primero es el más conflictivo. Después, pongo
colores, advierto formas. Como un caos, que uno va estructurando".
La pintura,
según él, no desaparecerá, como lo advierten otros. "Las instalaciones no
la reemplazan. Aquéllas son otra expresión. No se excluyen. Lo que pasa es que
los críticos quieren conducir al pintor, decirle qué debe hacer, y eso es como
asesinar el arte. El arte es Libertad. No hay porqué obedecer a la élite de
críticos. No se puede hacer lo que no se siente", dice con su voz lenta y
bajita.
En Arias se
conjuga lo terrígeno y lo que trasciende cualquier frontera. En su lenguaje de
formas y colores, dice asuntos que no es posible verbalizar, pero que cada uno
entiende a su modo. Sin dogmatismos. Y haciendo uso de la imaginación, que es
quizá la más alta riqueza de los latinoamericanos.
Como sea,
nadie pasa impunemente ante una obra de Arias. Porque en ella hay poesía. Y
dolor. Y un grito de tierras y aires, que va más allá de los Andes.
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